Río Dulce, paraíso acuático 2 |
![]() |
La costa del Atlántico es un lugar para visitar con tiempo. No puede conocerse en pocos días y menos en unas horas. Por eso invita al viajero a tomarse unas vacaciones relajadas.
Después de cinco horas de camino, una gama de verdes ha acompañado la vista del viajero: árboles de morro, palmeras, hojas de buganvilias, el esmeralda de las montañas y hasta pequeños tréboles, además de trozos de mármol verde que coquetean con el asfalto para delimitar la vía entre los caminantes y los vehículos.
Los añiles no se quedan atrás. Conforme la vista se aleja en el horizonte, las montañas se ven azuladas, contrastando con el tono celeste del cielo, cargado de nubes blancas. Mientras más lejanas, más azules se ven. Otros puntos atraen la vista: las flores de los árboles, rojas, rosadas o amarillas.
En algunos tramos, mientras se acerca a la meta, el cadencioso paso del río Motagua parece murmurar en voz baja, porque su caudal no fluye sonoro sino modesto, cansado, como alguien que ha aprendido la virtud de la paciencia con los muchos años que lleva sobre sí. Su color verdoso nos sugiere la vida que reparte en su curso, sembradíos aquí y allá se benefician de su paso, que se entorpece o enriquece con las piedras que va arrastrando, como a hijos perezosos que no quieren acompañarle con agrado.
Hemos tenido que salir temprano de la ciudad de Guatemala, por lo que no hubo tiempo para desayunar. Al llegar a Teculután nuestro conductor nos indica la solución. "Compremos tortillas" sugiere. La idea no parece tan atractiva, hasta llegar a uno de los puestos más frecuentados por los expertos en carreteras. "¿Quiere de loroco, chicharrón o frijoles?", pregunta la joven que nos atiende. Ya servidas se ven sugerentes. El color de la tortilla de maíz frita, dorada, cubierta con salsa de tomate, con dos trocitos de chile jalapeño, nos invita: "¿cuánto cuestan?", preguntamos, "Q1.75". Nos animamos a pedir dos de una vez.
Mientras nos sirven, podemos ver el proceso de elaboración. Las hábiles manos toman un poco de masa. El queso fresco con lorocos es envuelto por el bollito, aplanados con palmadas y luego echados sobre una plancha caliente ligeramente lubricada con aceite vegetal. Sus ágiles dedos no se queman para dar vuelta a las que ya están listas de un lado. Lo mismo hacen con las de chicharrón y frijoles volteados. En menos de lo que las describo han servido las dos tortillas con salsa picante que nos ofrece en platos desechables. Después de saborearlas, el apetito ha desaparecido, pero llevamos algunas más, para el viaje.
La temperatura se va haciendo más y más caliente, y el aire denso. De repente tras una curva varios rótulos ofrecen una salida al calor. Jugo de caña con hielo, agua de coco, agua pura y gaseosas.
A 245 kilómetros de la capital alcanzamos a ver un puente, alto, largo, es el puente sobre el Río Dulce. Hemos llegado a nuestro destino.
Río Dulce no es un pueblo muy grande, sus habitantes se afanan en llegar de un lugar a otro, la actividad comercial es intensa, el tráfico lento.
Un guardia de seguridad frente a un banco nos recuerda que el dinero circula allí con la misma intensidad y prevención que en la capital. Varias tiendas ofrecen abarrotes, los comedores se llenan de clientes y todos los comercios parecen atractivos y rentables.
Nuestro guía es un experto en los atractivos de la región. Nos lleva a un lugar justo debajo de una de las columnas que sostienen el puente. Bajo su alto perfil, que de día proporciona sombra y de noche un punto de referencia, se encuentra un pequeño bar y hotel. La entrada para los vehículos permite llegar a un pequeño vestíbulo con piso de madera. Hacia un lado están las habitaciones, llenas de turistas extranjeros. El nombre del lugar sugiere quienes son sus clientes: Backpackers.
El ambiente es agradable, unos cuantos comensales esperan sus platillos en mesas para cuatro o seis personas, pero el lugar más atractivo está más allá de un pequeño puente de madera. Allí una estructura, también de madera, aloja el bar. La barra es atendida por su dueña, una canadiense enamorada de Río Dulce.
La mayoría comenta sus impresiones en inglés mientras piden música de ritmos tropicales, salsa o merengue. A pesar de los estereotipos, jóvenes rubios nos hacen sentir mal por sus diestros movimientos, mientras que sus acompañantes femeninas se desinhiben al compás de las melodías. Un pequeño pasillo circula el bar, que sirve de muelle para que otros visitantes que llegan en lancha bajen y se unan a la animación.
El cielo puede admirarse desde una de las hamacas instaladas en el pasillo, millares de estrellas iluminan la penumbra, pero la silueta del puente domina la vista y los automotores que continúan atravesándolo destacan los barrotes de la baranda. Cuando han pasado, las tranquilas aguas del lago que se funden en el río emiten un ligero sonido, apenas perceptible.
La noche es joven y la comida sencilla. Una gruesa tortilla de harina de maíz, aderezada con mayonesa, cubierta con lechuga, tomate, cebolla y pollo cortados en trocitos, deja una deliciosa sensación en el paladar.
Redacción viajes |